Soy un gran Rey, dice el Señor de los Ejércitos. - MALAQUÍAS I. 14.
Cuando Dios quiere informar a sus criaturas sobre lo que es, debe emplear un lenguaje adecuado a sus capacidades; un lenguaje que puedan entender. Lo que él es en realidad, o qué constituye su esencia, ningún lenguaje puede describir; y por lo tanto, ni siquiera él puede informarnos. Solo puede decir: Yo soy el que soy. Pero lo que él es para sus criaturas y qué relaciones sostiene con respecto a ellas, puede sin dificultad expresarse en un lenguaje suficientemente comprensible. Todos entendemos el significado de los títulos: padre, maestro, y soberano o rey; y sabemos algo de las relaciones que estos títulos implican. Con el fin de informarnos qué es para sus criaturas, Dios asume por turnos cada uno de estos títulos, y se representa a sí mismo sosteniendo cada una de estas relaciones. A veces se llama a sí mismo padre, a veces maestro, y a veces, como en el pasaje ante nosotros, un rey. Yo soy un gran rey, dice el Señor de los ejércitos.
Jehová es un gran rey. Esta es evidentemente la verdad
enseñada en nuestro texto. Y es una verdad muy importante, una
verdad ricamente cargada de instrucción. Mi intención es
ilustrar brevemente esta verdad, y luego exponer, de manera
considerablemente extensa, algunas de las importantes consecuencias que
resultan de ella.
I. Jehová es un rey. Un rey, como comprenderás, es el jefe
político o el gobernante supremo de un reino. De los reyes, los
escritores sobre la realeza suelen mencionar dos tipos: reyes por derecho
y reyes de hecho. Un rey por derecho es aquel que tiene derecho al trono,
aunque no lo posea. Un rey de hecho es aquel que realmente posee el trono,
aunque no tenga derecho a él. Pero solo aquel en quien se unen
tanto el derecho como la posesión puede ser considerado con
justicia, en todos los aspectos, un rey. Jehová es tal rey en el
sentido más completo y extenso del término. En primer lugar,
es un rey de hecho. Su reino es todo el universo creado, del cual tiene
posesión real y plena. Es su soberano único y absoluto; no
tiene socios ni consejeros, sino que gobierna todo según el consejo
de su propia voluntad; haciendo su voluntad en los ejércitos del
cielo y entre los habitantes de la tierra; ni nadie puede detener su mano,
ni decirle: ¿qué haces? En pasajes demasiado numerosos para
mencionar particularmente, los escritores inspirados lo representan
ejerciendo la más completa e incontrolable autoridad sobre todas
sus criaturas, y gobernando, con el mismo poder ilimitado, los reinos de
la naturaleza, de la providencia y de la gracia. Si alguno niega que
Jehová gobierna así el universo, debe suponer que
está gobernado por el azar, es decir, por nada; porque el azar es
solo otra palabra para nada. Pero suponer que el universo está
gobernado por nada no es menos absurdo que suponer que fue creado por
nada; y solo el necio, que dice en su corazón que no hay Dios,
supondrá cualquiera de las dos cosas.
En segundo lugar, Jehová es un rey por derecho. No solo es el soberano actual, sino el legítimo del universo. Tiene el mejor de todos los títulos posibles a su reino; pues lo formó de la nada, y sostiene constantemente cada parte de él. Ni un solo individuo de la raza humana puede negar, con el menor indicio de verdad o propiedad, que Jehová es su soberano legítimo. Siempre se ha aceptado que, con algunas pocas excepciones inmateriales, todos los que nacen en los dominios de cualquier monarca son sus súbditos legítimos, al menos mientras continúen residiendo en ellos. Pero todos los hombres nacieron en los dominios de Jehová, porque de Jehová es la tierra y su plenitud. Y todos residen en sus dominios; ni pueden posiblemente abandonarlos; pues su imperio es, en el sentido más absoluto, universal. Asciende al cielo, o haz tu cama en el infierno; vuela al este o al oeste, a los planetas o a las estrellas fijas; aun así estás en los dominios de Jehová no menos que mientras permaneces en la tierra. Los hombres no pueden entonces dejar de ser sus súbditos, sin dejar de existir. Parece, por lo tanto, que él es, en todos los sentidos de la palabra, un rey. Y además de un reino y súbditos, posee todos los emblemas de la realeza. Tiene un trono; pues el cielo es su trono, y la tierra su estrado. Tiene una corona; pues está coronado de gloria, honor e inmortalidad. Tiene vestiduras reales; pues está vestido de luz y majestad como de un manto. En verdad, propiamente hablando, él solo es un rey, pues los monarcas terrenales no son menos responsables ante él que sus súbditos más humildes. Por él reinan los reyes y los príncipes decretan justicia; él es Rey de reyes y Señor de señores. Incluso los tronos y dominios, las principados y potestades, en los lugares celestiales, no son más que sus siervos ministrantes, que con humilde referencia y prontitud ejecutan su voluntad.
Pero esto nos lleva a señalar,
II. Que Jehová es un gran Rey. Lo es, de hecho, en todos los
aspectos concebibles, en todos los aspectos posibles; porque grande es el
Señor, y su grandeza es insondable. Todo lo que puede considerarse
adecuadamente como constituyente de la grandeza regia, lo posee en un
grado que lo coloca a una distancia inmensurable de toda
comparación, toda competencia. ¿Acaso los hombres, por
ejemplo, miden la grandeza de un monarca por la extensión de sus
dominios y el número de sus súbditos? ¿Y qué
monarca puede en este sentido ser comparado con Jehová? La
extensión de sus dominios no se ha medido aún, excepto por
su propia mente infinita; ni por ninguna otra mente han sido numerados sus
súbditos. Hablamos de grandes y poderosos reinos en la tierra; pero
toda la tierra es un mero punto en su imperio, y todos sus habitantes como
nada ante él. ¿Se consideran la duración y la
estabilidad de su imperio como parte de la grandeza de un monarca? Dios es
el Rey eterno. Su reino es un reino eterno. Los reinos terrenales se
levantan y caen, como burbujas que suben y estallan en la superficie del
océano turbulento; pero su reino es un reino que no puede ser
conmovido, y como él mismo, no tiene fin. Él no solo vive,
sino que reina, por los siglos de los siglos. ¿Magníficas
obras y espléndidas empresas convierten a un monarca en grande?
Entre los dioses, oh Señor, no hay nadie como tú, ni hay
obras como tus obras. O, en fin, ¿consiste la verdadera grandeza de
un monarca en sus cualificaciones intelectuales y morales para el cargo
que ocupa? Es innecesario remarcar que Jehová posee, en un grado
infinito, todas las cualidades intelectuales y morales necesarias para un
soberano; para el soberano de un imperio inconmensurable en
extensión y duración. A diferencia de los príncipes
terrenales, está constantemente presente en todas las partes de sus
dominios, por extensos que sean; el pasado, el presente y el futuro
están igualmente bajo su mirada, y es tan accesible para el menor
como para el mayor de sus súbditos. En verdad, toda la
sabiduría, bondad, justicia y fortaleza que tanto gobernantes como
sus súbditos han poseído, fueron derivadas de él;
pues él es el padre de las luces, de quien desciende todo buen y
perfecto don. Toda la excelencia intelectual y moral en el universo es
solo una gota de este océano; solo un rayo de este sol.
Y ahora que los mortales presenten a sus monarcas, sus conquistadores, sus
héroes, sus grandes personajes, de los que se jactan y cuyos
elogios se enorgullecen de cantar; y que los comparen, si se atreven, con
el Rey mencionado en nuestro texto. ¿Compararlos, dije? Retiro la
palabra. Es un insulto a Jehová hablar de comparar algo con
él. Pero, ¿qué son ellos en su presencia? Meros
títeres, sombras, nada. Bien podría decir un apóstol:
El que se gloría, gloríese en el Señor. Bien
podría exclamar el salmista: Es mejor confiar en Jehová que
poner confianza en los príncipes.
Habiendo intentado así ilustrar la afirmación de que Jehová es un gran Rey, procederé a exponer algunas de las importantes consecuencias que resultan del hecho de que lo sea.
1. Si Dios es un rey, tiene la obligación de hacer leyes para sus súbditos. No supondré que se niegue que cuando él asume un cargo, se compromete a cumplir todos los deberes de ese cargo. Ahora bien, es el primer y más indispensable deber de un soberano absoluto hacer leyes para sus súbditos. Es tanto su deber hacer leyes, como es el deber de ellos obedecerlas una vez hechas. La justicia, la benevolencia, el cuidado por el bienestar de su reino, todo le exige cumplir con este deber. De hecho, parece imposible que un soberano absoluto no haga leyes de alguna forma; ya que como ser inteligente debe tener una voluntad; si tiene una voluntad, no puede evitar expresarla, y las expresiones de la voluntad de un soberano absoluto son leyes. Por lo tanto, pienso que tenemos derecho a afirmar que Dios no podría evitar hacer leyes para sus criaturas sin dejar de ser su rey. Pero no podría dejar de ser su rey sin renunciar a toda conexión con ellos; y no podría renunciar a toda conexión con ellos sin que ellos dejaran de existir. Por lo tanto, mientras las criaturas continúen existiendo, parece absolutamente necesario por la naturaleza misma de las cosas, que Dios, como su Creador y Soberano, haga leyes para regular su conducta. En ningún sentido inteligible puede ser un rey; ningún significado inteligible podemos asignar a la afirmación en nuestro texto, a menos que haya efectivamente hecho tales leyes.
2. Si Jehová es un rey, está obligado no solo a hacer leyes para sus súbditos, sino a hacer las leyes más sabias y mejores posibles. Esto, presumo, no se negará. Todos permitirán que un legislador debe hacer las mejores leyes que pueda; no tales leyes que satisfagan a los violentos o fraudulentos, sino las que más efectivamente aseguren los derechos y promuevan el bienestar de sus súbditos obedientes. Entonces, tales leyes, Jehová, como el Soberano y supremo Legislador del universo, estaba obligado a hacer para sus criaturas racionales. Le incumbía consultar, no los deseos e inclinaciones privadas de los individuos, sino los grandes intereses de todo su reino. Si vio que estos intereses serían mejor asegurados por una ley que ordenara a todos sus súbditos inteligentes ser perfectamente santos; que amaran a su Creador con todo su corazón, y a sus semejantes como a sí mismos, era su deber hacer tal ley. Esa ley la ha hecho, una ley que todos sus súbditos obedientes declaran ser santa, justa y buena; y con la que solo los rebeldes y perversos están insatisfechos.
3. Si Jehová es el gran Soberano del universo, estaba obligado no
solo a hacer tal ley, sino a anexar alguna penalización a cada
violación de la misma. Una ley sin penalización no es una
ley; o, al menos, no puede responder en ningún aspecto al
propósito de una ley. De esto cada persona puede convencerse en un
momento, intentando concebir una ley sin penalización. Hago una
ley, dice un legislador, con este efecto. Pero, ¿cuál,
preguntan sus súbditos, será la consecuencia si
transgredimos esta ley? ¿Se nos impondrá algún
castigo? Ninguno en absoluto, es la respuesta. Debe ser obvio para todos
que esto sería una ley solo de nombre. No sería más
que consejo o aviso. Entonces, si era necesario que Dios hiciera leyes
para sus criaturas, no era menos necesario que anexara un castigo a cada
violación de esas leyes. Por lo tanto, también se
volvió necesario que proporcionara un lugar adecuado para la
imposición de este castigo; una prisión en la cual los
transgresores de esta ley pudieran ser confinados y así prevenir
que causaran más daño. Tal prisión, se nos informa,
ha sido proporcionada; su nombre es el infierno; nadie que crea que Dios
es un rey puede, de manera coherente, albergar dudas sobre su existencia;
porque, ¿quién ha oído alguna vez de un rey que no
tiene prisión en sus dominios?
4. Si Jehová, como el Soberano del universo, estaba obligado a
crear leyes para sus criaturas y a anexar un castigo a su
violación, también está obligado a hacer cumplir esas
leyes e imponer el castigo prometido a todos los que las transgredan. Cada
consideración que prueba que es su deber crear leyes, igualmente
prueba que es su deber hacerlas cumplir y, por supuesto, castigar a los
transgresores; pues es obvio que una ley no aplicada se convierte en una
mera nulidad, y que un castigo amenazado no infligido es un mero sonido
vacío. Pero es el deber de un soberano no permitir que las leyes
saludables se conviertan en una nulidad. Es tanto su deber hacerlas
cumplir, como lo fue crearlas. No debe llevar la espada en vano, sino ser
un terror para los malhechores. La inspiración declara: "Quien
justifica al malvado y quien condena al justo, ambos son
abominación para el Señor". De aquí se desprende
que justificar al malvado o eximirlo del castigo merecido es, a los ojos
de Dios, un acto de injusticia no menor que condenar al inocente. Que debe
considerarse así es evidente. La justicia en un gobernante soberano
consiste en tratar a sus súbditos según sus méritos.
Por lo tanto, puede ser culpable de injusticia al tratarlos mejor de lo
que merecen, así como al tratarlos peor de lo que merecen. Pero
Dios no puede actuar injustamente. No puede hacer lo que
consideraría una abominación si lo hiciera un monarca
terrenal. Debe entonces, como soberano del universo, castigar a aquellos
que transgreden su gran ley del amor, y encerrarlos en la prisión
que ha preparado para ese propósito; ni sería un rey justo o
bueno si actuara de otro modo. Una atención adecuada a esta verdad
nos mostrará la falacia de las objeciones más plausibles que
los pecadores presentan contra la doctrina bíblica del castigo
futuro. Profesan considerar a Dios solo como un padre, y de ahí
infieren que, como los hombres son sus hijos, no permitirá que
ninguno de ellos sea finalmente miserable. Pero debe recordarse que si es
un padre, también es un rey; y que, como tal, está bajo la
obligación de hacer cumplir las leyes de su reino, y de castigar,
aunque lo haga con reticencia, a todos los que las transgredan. Cuando el
rey y el padre se encuentran en una misma persona, los sentimientos del
padre deben ceder a los deberes del rey. La "página de la
historia registra al menos un caso en el que un padre fue llamado a juzgar
a sus propios hijos acusados de conspirar contra el estado. La
acusación fue plenamente probada. Se convirtió en el deber
de su padre, como juez, pronunciar la sentencia de la ley. Fue muerte, una
muerte dolorosa y vergonzosa. Pronunció la sentencia. Vio su
ejecución; y todas las edades posteriores han aplaudido el
inflexible respeto a la justicia que le permitió sacrificar el
afecto paternal por el bien público. ¿Y será el
hombre más justo que Dios? ¿Será estigmatizada como
crueldad la justicia que fue aplaudida en un magistrado humano cuando es
mostrada por el soberano eterno del universo?
5. Del hecho de que Dios es un rey, tomado en conexión con los
comentarios anteriores, podemos aprender la necesidad de una
expiación por el pecado. Por expiación entendemos algo que
mantenga la autoridad de la ley de Dios, asegure los grandes intereses de
su reino y cumpla todos los fines del gobierno, no menos efectivamente que
la imposición del castigo merecido a los transgresores. Si hay
alguna verdad en los comentarios que se han hecho, se sigue indudablemente
que sin tal expiación, Dios no puede, consistentemente con la
justicia o con sus obligaciones como soberano, perdonar a un solo
infractor. Concordantemente, un apóstol nos informa que Dios ha
presentado a Jesucristo como propiciación mediante la fe en su
sangre, para que él sea justo, y el que justifica al que cree en
Jesús; un lenguaje que evidentemente indica que si no fuera por
esta misericordiosa provisión, Dios no podría ser justo al
justificar o perdonar a los transgresores. Y podemos añadir, un
lenguaje que indica con igual claridad, que a pesar de esta misericordiosa
provisión, no puede justamente perdonar a ninguno que no crea.
6. Si Jehová es un rey, el pecado es traición y
rebelión, y todo pecador impenitente es un traidor y un rebelde.
Soy consciente de que estos epítetos tienen un sonido duro y
desagradable; y consideraría inapropiado, o al menos inexpediente,
emplearlos si no fuera porque el lenguaje de la inspiración
justifica su uso. Pero en muchos pasajes del volumen inspirado, el pecado
se describe como rebelión, y las palabras pecador y rebelde se usan
como términos intercambiables. Una breve reflexión nos
convencerá de que este lenguaje es perfectamente justo y apropiado.
Un rebelde es alguien que desobedece y resiste la autoridad de su soberano
legítimo. De esto es culpable todo pecador impenitente. Desobedece
al gran Soberano del universo. No ama a Dios con todo su corazón,
ni a su prójimo como a sí mismo. Al negarse a arrepentirse,
justifica prácticamente su desobediencia y, en efecto, niega que
Jehová es su soberano. Por lo tanto, se le debe considerar culpable
de rebelión. Igualmente obvio es que incurre en la culpa de
traición. Todo súbdito es culpable de este delito si acoge y
sustenta a los conocidos enemigos de su príncipe. Ahora, el pecado
es el gran enemigo de Jehová considerado como rey. Tiende
directamente a subvertir su gobierno. Ataca los mismos fundamentos de su
trono. Si pudiera prevalecer universalmente, no le dejaría un solo
súbdito leal en el universo. Este enemigo del Rey de reyes es
acogido y sustentado en el corazón de cada pecador impenitente.
Entonces es culpable de traición contra su soberano. Y se debe
recordar que la criminalidad de la traición y la rebelión
contra Dios excede en gran medida la de los mismos delitos contra
gobernantes terrenales, ya que él es superior a ellos. Si estos
crímenes, cuando se cometen contra gobernantes terrenales, son
justamente castigables con la muerte, los mismos crímenes cometidos
contra el gran Soberano del universo seguramente merecen la muerte eterna,
el castigo declarado por su ley sobre los transgresores. Podemos
añadir aquí que si cada pecador impenitente es un rebelde,
cada cristiano es un rebelde perdonado. Antes fue un pecador, un pecador
impenitente, profundamente involucrado en la culpa de rebelión
contra Jehová. Pero el arrepentimiento y la remisión de
pecados le han sido concedidos libremente a través de ese Salvador
en quien cree. Entonces debería siempre sentir y actuar de manera
correspondiente. Puedes concebir fácilmente cómo
debería sentirse un rebelde que, después de que su cabeza
fuera colocada sobre el bloque, recibió un perdón gratuito
de su soberano agraviado. Puedes concebir cuán penitente, humilde,
agradecido y completamente devoto al servicio de su príncipe
debería ser de allí en adelante. Mucho más entonces
puede esperarse tal temperamento y conducta de aquellos a quienes Dios ha
perdonado. Mientras se regocijan en lo que son, no deberían olvidar
lo que fueron. No deberían olvidar que una vez fueron rebeldes
contra el mayor y mejor de los soberanos, y que solo por su rica
misericordia y gracia han sido rescatados de las llamas eternas. Por lo
tanto, deberían caminar con suavidad ante Dios todos los
días con profunda humildad del alma; y mientras lo abordan con
confianza como un padre, recordar que él también es un gran
y glorioso rey, que debe ser adorado con reverencia y temor divino. Fue
con el propósito de reforzar este deber que se reveló como
un rey en el pasaje ante nosotros. Los judíos impíos y
codiciosos, aunque expresamente mandados a ofrecer en sacrificio solo
animales sin defecto, lo insultaron al llevar a su altar cojos y ciegos.
Este insulto él lo resentía profundamente, y asigna su
carácter real como razón por la cual castigaría a
quienes se oponen a él. Maldito sea el engañador que promete
y ofrece al Señor una cosa corrupta; porque soy un gran rey, y mi
nombre es temible, dice el Señor de los Ejércitos. Mis
amigos cristianos, ¡cuántas veces nosotros, como consecuencia
del frío, la irreverencia y la formalidad con que nos acercamos al
altar de Dios, le ofrecemos una cosa corrupta! Cuando él mira a sus
asambleas de adoración, ¡cuántas veces encuentra
razón para decir como dijo anteriormente: es iniquidad, incluso la
reunión solemne! Permítanme expresar una esperanza de que
nunca encontrará razón para decir esto de las reuniones
solemnes que puedan celebrarse en esta casa de oración.
Permítanme encargarlos, por su majestuosa magnificencia, y
suplicarles, por sus tiernas misericordias, que nunca olviden lo que
él es y lo que ustedes son, cuando se acerquen a su trono de
gracia, y recuerden que Dios debe ser temido enormemente en las asambleas
de sus santos; y ser reverenciado por todos los que están a su
alrededor. Un recuerdo práctico de esta verdad es indispensable
para sus intereses religiosos; porque no se puede esperar que Dios visite
un templo donde se le trata con irreverencia, y a menos que él les
favorezca con sus graciosas visitas, será en vano que su palabra
les sea enviada.
Por último, si Jehová es un rey, parece necesario que tenga
embajadores. Es necesario que su voluntad sea comunicada a sus
súbditos. Es necesario que sus súbditos rebeldes sean
llamados a volver a su lealtad. Si se ha abierto un camino para que puedan
escapar del castigo que su ley impone a los transgresores y recuperar su
favor perdido, es necesario señalar ese camino. Para estos fines,
parece deseable y apropiado que se empleen embajadores. De acuerdo con
esto, se nos informa que Dios ha considerado oportuno emplearlos. Sus
mensajeros inspirados, los profetas y apóstoles, fueron embajadores
extraordinarios. Tenían una comisión e instrucciones con el
gran sello del cielo. Ahora bien, dijo uno de ellos, somos embajadores de
Cristo. En un sentido inferior, los ministros ordinarios del evangelio
también son sus embajadores, pues el mismo pasaje que nos informa
que dio profetas y apóstoles para la obra del ministerio, nos
informa también que dio pastores y maestros para esa misma
importante labor. No es habitual que los monarcas terrenales envíen
embajadores a súbditos rebeldes, excepto cuando no pueden
someterlos por la fuerza. Sin embargo, el Rey de reyes se digna a hacerlo.
Aunque él es capaz con infinita facilidad de pisotear a todos sus
súbditos rebeldes y aún de destrozarlos como un vaso de
alfarero, prefiere enviarles mensajes de misericordia, proponerles
términos de paz. Más aún, les ruega aceptar esos
términos. Como si Dios rogara por medio de nosotros, dice un
apóstol, os rogamos en nombre de Cristo, reconciliáos con
Dios.
APLICACIÓN. Ustedes han oído, mis semejantes mortales, que
Dios es un Rey. Han escuchado su propia y terrible voz anunciando este
hecho. Han oído una descripción imperfecta de su grandeza.
Se les ha recordado que todos son sus súbditos. Entonces,
súbditos de Jehová, volveos y contemplad a vuestro Soberano.
Vedlo salir de esa luz inaccesible en la que habita y revelar sus glorias
inefables a vuestra vista, encarnadas en sus obras de creación,
providencia y gracia. Vedlo sentado en un trono de gloria, alto y sublime,
mientras tronos y dominios celestiales, principados y potestades cubren
sus rostros y se inclinan en humilde adoración ante el tres veces
santo Señor de los ejércitos. Ved su brazo todopoderoso, en
el que mora la fuerza eterna, moviendo el cetro del dominio absoluto sobre
todas las criaturas y todos los mundos; mientras de sus labios sale su
eterna e inmutable ley, exigiendo obediencia perfecta de todo el universo
inteligente. ¡Pero escuchad! Él habla, proclama su nombre. Oh
tierra, tierra, tierra, escucha la voz de tu Creador y tu Rey. Que el
universo guarde silencio mientras él dice, Yo soy el que soy. Soy
Jehová; Jehová Dios, misericordioso y clemente, paciente y
abundante en bondad y verdad, que guarda misericordia para millares,
perdona la iniquidad, la transgresión y el pecado; pero de
ningún modo dará por inocente al culpable. Mortales, han
visto, han oído. Digan entonces, ¿es este su rey? De hecho y
por derecho, ciertamente lo es. Lo reconozcan o no, lo es. Pero,
¿es él el soberano de su elección, el monarca de su
afecto? Esta, esta, oyentes míos, es la pregunta; cuya respuesta
determina su carácter y su destino; porque es muy pecador el
hombre, y muy miserable es el hombre, que, aunque necesitado de ser para
siempre un súbdito de Jehová, dice en su corazón, No
quiero que este ser reine sobre mí; que no puede cumplir con el
mandato que dice, El Señor reina, alégrese la tierra. Para
responder a la gran pregunta, deben determinar si están obedeciendo
alegremente sus mandamientos; porque solo son sus súbditos leales,
sus súbditos voluntarios, los que lo obedecen alegremente.
¿No saben, dice un apóstol, que a quien se entregan como
siervos para obedecer, son siervos de aquel a quien obedecen? Digan
entonces, oyentes míos, ¿le obedecen así? ¿Le
aman supremamente? ¿Han arrepentido de todas sus transgresiones
pasadas de su ley y han abrazado cordialmente el evangelio de su Hijo?
¿Buscan primero su reino y justicia, y viven una vida de entrega a
su servicio, de abnegación, vigilancia y oración? Si es
así, son sus súbditos leales; más aún, sus
hijos, los hijos de un rey, del Rey del cielo; y si hijos, entonces
herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo de su reino eterno;
y no solo vivirán con él, sino que reinarán con
él para siempre. Que el cristiano entonces se regocije en su
soberano; que los hijos de Sion se alegren en su rey. Y no teman que su
alegría termine alguna vez; porque el Señor reinará
Rey para siempre, aun tu Dios, oh Sion, a lo largo de todas las
generaciones. Pero si Jehová no es el monarca elegido de tus
afectos; si su ley no está escrita en tus corazones; si no
estás dando obediencia cordial a sus requerimientos; entonces no
eres su súbdito leal y voluntario; aún estás
involucrado en la culpa de traición y rebelión contra el Rey
de reyes; y a menos que te sometas rápidamente y te reconcilies con
su gobierno, él se verá obligado a considerarte y tratarte
como enemigo. No servirá de nada cuestionar su derecho a ser tu
soberano: Todos nacieron en sus dominios; aún residen en ellos, y
en ellos deberán residir para siempre. No servirá de nada
pensar en resistir: Él es todopoderoso. No servirá de nada
pensar en huir o esconderse: Él está presente en todas
partes y ve todas las cosas. No servirá de nada ofrecer excusas por
la desobediencia: Él conoce perfectamente su falacia. No
servirá de nada ofrecerle un homenaje fingido: Él demanda, y
lee el corazón. Tu única refugio, tu única seguridad
está en la sumisión, sumisión cordial e
incondicional. A esto, como sus mensajeros, ahora los llamamos e
invitamos. En su nombre, y como si Dios les suplicara a través de
nosotros, les rogamos, en lugar de Cristo, reconcíliense con
Dios.